Es viejo, pero no tanto, será que venía apurado con eso del buen
vivir o será el puro destino el que lo esperaba con esa mala broma de
dejarlo en silla de ruedas.
Él prefiere la versiòn del buen vivir...
Se la gastó a la vida en puros gustos, tantos que le alcanzó para ser generoso y eso sí que fue bueno, muy bueno, los amigos le duran.
Flavio fue al que se le ocurrió la reunión de los viernes, a la mañana, esa hora en donde todos trabajan, Sebastián degusta vinos y espera, noticias viejas o nuevas del amor, porque fue hombre de mucho enamorar y enamorarse.
Este viernes, Flavio, su amigo de siempre, le trajo un Sauvignon Blanc, lo sirvió frío, quizás un poco demasiado, también vinieron un grupo de muchachas, algo estudiaban que lo mencionaban a Sebastián como referente, mientras las miraba buscarle los aromas a pomelo y a pasto recién cortado, apenas se mojaban los labios, Sebastián se los explicó.
Este Sauvignon Blanc es como los besos de uds.
Casi niñas, húmedos, frescos, son esos besos sonoros en las mejillas, de chicas buenas a tíos viejos, son pura alegría.
Y mientras se los decía sin cuidarse mucho miraba los escotes genersos, los ombligos impertinentes, las piernas bronceadas recogidas, insistía en murmurar muy bajo así ellas se acercaban un poco más, y otro poco.
Y el olor de sus cabelleras, el dulzor de sus pieles lo embriagaban, un poco más, sin duda, que la ligera embriaguez del Sauvignon Blanc.
Una vez Flavio le trajo un Cabernet Sauvignon y a Sabrina, una vieja novia de cuando él ya era hombre grande y ella apenas jóven.
El tiempo hizo a esta morena, profunda y cautivante, sus gestos, imponentes, un poco dura, el vino era un atropello en aromas a dulces y mermeladas de frutos rojos y gusto a especies fuertes, pimienta negra, recién molida, le recordaron los besos duros, la lengua ávida, los dientes entrechocando y el quedarse allí, para siempre, cautivado por supuesto.
Sebastián la miró absolutamente perdido por ella, qué menos merecía una mujer así, dejó que el vino le revolviera los recuerdos, sonrió cuando aparecieron las peleas, ella lo reclamaba todo, no aceptaba nada menos, admite que no era mujer para vivir juntos todos los días pero si es mujer imposible de no recordar cada tarde, cada noche, más ahora, en donde el tiempo le agregó elegancia, y lo que ayer era furia, ahora es pura imponencia, con eso sobra.
Un viernes, de esos donde despertar le cuesta mucho, Flavio no lo preparó avisándole antes quien venía.
De pronto, música oriental, de su estudio sale una mujer vestida de danzarina árabe, haciendo sonar las campanitas de su cintura ondulante.
El pelo negro, suelto, los ojos enormes, remarcados por el koll, el velo cubriendo nariz y boca
las piernas cubiertas por pantalones amplios, los pies en babuchas exquisitas, los brasos llenos de pulseras que tintinean.
Sebastián prueba su Sirah, no hay otro que tenga la dureza del sol del desierto y la dulzura acariciante del frescor de la noche, ese vacilar entre la entrega y la huída, entre la caricia y el abandono.
Sebastián recuerda a Magalí, ni siquiera tenían un idioma compartido, cómo pretenderlo al futuro, sucedió en Lìbano, donde vaya a saber qué motivo razonable usó como argumento para llegar allí, donde a poco estar, confundido entre tantas especies y la hospitalidad árabe, imposible de no aceptar, se fue quedando un día más y otro día hasta que en un burdel la conoció a ella, de ahí en adelante los recuerdos son confusos en las formas, no en la intensidad.
Se quedó allí, nunca supo si fue su dinero el que se terminó o fue la gente de la embajada la que avisada por su familia lo sacó de allí y lo colocó en un avión de vuelta.
El volvió, pero su sensualidad quedó allí, enredada en los pliegues de las túnicas de Magalí.
Este viernes es viernes de antes de fiesta, todo se mueve mucho afuera, todos andan de aquí para allá comprando regalos y apurados por desear felicidad, parece difícil que nadie venga esta mañana.
No es así.
Una muchacha rubia, casi encendida de rojos, con pecas, ojos grises o celestes, manos largas y cuerpo menudo, lo mira, le cuenta que sabe de él, qué importa qué ni de dónde, y que lo admira...
Sebastián huele su Viognier, siente en la copa un damasco, que explota en aromas y en tersura, así es Marisol, una muchacha que explota en juventud, absolutamente satisfecha del ahora, para qué pensar en el mañana.
Insiste en eso de que lo admira, lo admira y lo admira
Sebastián sonríe, qué poco suena eso de ser admirado cuando sería el mejor regalo navideño una pizca de lujuria.
El otoño, qué duda, lo inventó el amor, y no hacía falta que Don Sánchez lo recordara, pero igual, gracias.
Todavía el frescor de la noche no despejó su lugar al calor de la mañana, hay casi un vacilar entre qué rico fresco y qué buen calor.
Las hojas, todavía en los árboles, compiten en amarillos, naranjas, rojas, marrones y algunas verdes, el cielo, limpio, apenas una nube extraviada que cruzó de tan lejos.
No hace mucho que Isabel es mujer, todavìa sus formas no se deciden por la opulencia, todo en ella se insinúa.
La mirada es limpia y de puro asombro, los gestos intempestivos pero tímidos, su piel morena y sus ojos oscuros tienen ese no se qué del terruño.
Sebastián paladea su Malbec, le encuentra el aroma a violetas, el sabor a compota de ciruelas y ese final dulce que le hace fácil tomar otra copa más.
No importa la historia que Isabel tenga atrás, ella nace aquí y ahora en cada mirada, en cada gesto, en ese puro asombro, ya lo dijimos, donde la juventud, sus aromas, no importa que en poco tiempo más será opulenta y vestida como una estrella de cine, se siguen imponiendo.
Con las rubias, esas de mucho maquillaje y sonrisas en exceso siempre le sucede lo mismo, lo desorientan, así con Leonora, muchacha con lo suyo vivido y con lo suyo ganado.
Igual que este Chardonnay, que no le mezquina acidez, sabores a frutos exóticos y finales minerales, donde la madera le agregó suavidades.
Le gusta que Leonora se tome su tiempo para contestarle, así como él se toma su tiempo para otro sorbo.
A veces los pensamientos se le vuelven chúcaros y se le disparan para muy atrás, cuando apenas dejaba de ser niño, y el acné y la confusión eran lo suyo.
En el medio de todo lo único claro era que la amaba a Catalina, por supuesto, era un amor torpe, lo incendiaba y lo dejaba sin palabras.
No había mejor momento que encontrarla en el almacén, a un par de cuadras, y ayudarla con la damajuana del Semillón que el tano Joaquín, su padre, la mandó a comprar, y celoso el hombre jamás lo dejó acercarse a la casa.
Será por eso que a las mujeres sencillas, como el Semillòn, de un dorado alegre, de muchas frutas y de apenas presencia en boca, muchachas de pocas pretensiones Sebastián les regaló siempre un poco más, desde ropa de marca hasta enseñarles a comer ostras, crudas, por supuesto, con apenas un chorrito de limón o una gota de tabasco.
De alguna manera, con cada una de ellas él quiso ser el que no pudo ser con Catalina, el hombre hecho y derecho que la hiciera mujer espléndida.
Él prefiere la versiòn del buen vivir...
Se la gastó a la vida en puros gustos, tantos que le alcanzó para ser generoso y eso sí que fue bueno, muy bueno, los amigos le duran.
Flavio fue al que se le ocurrió la reunión de los viernes, a la mañana, esa hora en donde todos trabajan, Sebastián degusta vinos y espera, noticias viejas o nuevas del amor, porque fue hombre de mucho enamorar y enamorarse.
Este viernes, Flavio, su amigo de siempre, le trajo un Sauvignon Blanc, lo sirvió frío, quizás un poco demasiado, también vinieron un grupo de muchachas, algo estudiaban que lo mencionaban a Sebastián como referente, mientras las miraba buscarle los aromas a pomelo y a pasto recién cortado, apenas se mojaban los labios, Sebastián se los explicó.
Este Sauvignon Blanc es como los besos de uds.
Casi niñas, húmedos, frescos, son esos besos sonoros en las mejillas, de chicas buenas a tíos viejos, son pura alegría.
Y mientras se los decía sin cuidarse mucho miraba los escotes genersos, los ombligos impertinentes, las piernas bronceadas recogidas, insistía en murmurar muy bajo así ellas se acercaban un poco más, y otro poco.
Y el olor de sus cabelleras, el dulzor de sus pieles lo embriagaban, un poco más, sin duda, que la ligera embriaguez del Sauvignon Blanc.
Una vez Flavio le trajo un Cabernet Sauvignon y a Sabrina, una vieja novia de cuando él ya era hombre grande y ella apenas jóven.
El tiempo hizo a esta morena, profunda y cautivante, sus gestos, imponentes, un poco dura, el vino era un atropello en aromas a dulces y mermeladas de frutos rojos y gusto a especies fuertes, pimienta negra, recién molida, le recordaron los besos duros, la lengua ávida, los dientes entrechocando y el quedarse allí, para siempre, cautivado por supuesto.
Sebastián la miró absolutamente perdido por ella, qué menos merecía una mujer así, dejó que el vino le revolviera los recuerdos, sonrió cuando aparecieron las peleas, ella lo reclamaba todo, no aceptaba nada menos, admite que no era mujer para vivir juntos todos los días pero si es mujer imposible de no recordar cada tarde, cada noche, más ahora, en donde el tiempo le agregó elegancia, y lo que ayer era furia, ahora es pura imponencia, con eso sobra.
Un viernes, de esos donde despertar le cuesta mucho, Flavio no lo preparó avisándole antes quien venía.
De pronto, música oriental, de su estudio sale una mujer vestida de danzarina árabe, haciendo sonar las campanitas de su cintura ondulante.
El pelo negro, suelto, los ojos enormes, remarcados por el koll, el velo cubriendo nariz y boca
las piernas cubiertas por pantalones amplios, los pies en babuchas exquisitas, los brasos llenos de pulseras que tintinean.
Sebastián prueba su Sirah, no hay otro que tenga la dureza del sol del desierto y la dulzura acariciante del frescor de la noche, ese vacilar entre la entrega y la huída, entre la caricia y el abandono.
Sebastián recuerda a Magalí, ni siquiera tenían un idioma compartido, cómo pretenderlo al futuro, sucedió en Lìbano, donde vaya a saber qué motivo razonable usó como argumento para llegar allí, donde a poco estar, confundido entre tantas especies y la hospitalidad árabe, imposible de no aceptar, se fue quedando un día más y otro día hasta que en un burdel la conoció a ella, de ahí en adelante los recuerdos son confusos en las formas, no en la intensidad.
Se quedó allí, nunca supo si fue su dinero el que se terminó o fue la gente de la embajada la que avisada por su familia lo sacó de allí y lo colocó en un avión de vuelta.
El volvió, pero su sensualidad quedó allí, enredada en los pliegues de las túnicas de Magalí.
Este viernes es viernes de antes de fiesta, todo se mueve mucho afuera, todos andan de aquí para allá comprando regalos y apurados por desear felicidad, parece difícil que nadie venga esta mañana.
No es así.
Una muchacha rubia, casi encendida de rojos, con pecas, ojos grises o celestes, manos largas y cuerpo menudo, lo mira, le cuenta que sabe de él, qué importa qué ni de dónde, y que lo admira...
Sebastián huele su Viognier, siente en la copa un damasco, que explota en aromas y en tersura, así es Marisol, una muchacha que explota en juventud, absolutamente satisfecha del ahora, para qué pensar en el mañana.
Insiste en eso de que lo admira, lo admira y lo admira
Sebastián sonríe, qué poco suena eso de ser admirado cuando sería el mejor regalo navideño una pizca de lujuria.
El otoño, qué duda, lo inventó el amor, y no hacía falta que Don Sánchez lo recordara, pero igual, gracias.
Todavía el frescor de la noche no despejó su lugar al calor de la mañana, hay casi un vacilar entre qué rico fresco y qué buen calor.
Las hojas, todavía en los árboles, compiten en amarillos, naranjas, rojas, marrones y algunas verdes, el cielo, limpio, apenas una nube extraviada que cruzó de tan lejos.
No hace mucho que Isabel es mujer, todavìa sus formas no se deciden por la opulencia, todo en ella se insinúa.
La mirada es limpia y de puro asombro, los gestos intempestivos pero tímidos, su piel morena y sus ojos oscuros tienen ese no se qué del terruño.
Sebastián paladea su Malbec, le encuentra el aroma a violetas, el sabor a compota de ciruelas y ese final dulce que le hace fácil tomar otra copa más.
No importa la historia que Isabel tenga atrás, ella nace aquí y ahora en cada mirada, en cada gesto, en ese puro asombro, ya lo dijimos, donde la juventud, sus aromas, no importa que en poco tiempo más será opulenta y vestida como una estrella de cine, se siguen imponiendo.
Con las rubias, esas de mucho maquillaje y sonrisas en exceso siempre le sucede lo mismo, lo desorientan, así con Leonora, muchacha con lo suyo vivido y con lo suyo ganado.
Igual que este Chardonnay, que no le mezquina acidez, sabores a frutos exóticos y finales minerales, donde la madera le agregó suavidades.
Le gusta que Leonora se tome su tiempo para contestarle, así como él se toma su tiempo para otro sorbo.
A veces los pensamientos se le vuelven chúcaros y se le disparan para muy atrás, cuando apenas dejaba de ser niño, y el acné y la confusión eran lo suyo.
En el medio de todo lo único claro era que la amaba a Catalina, por supuesto, era un amor torpe, lo incendiaba y lo dejaba sin palabras.
No había mejor momento que encontrarla en el almacén, a un par de cuadras, y ayudarla con la damajuana del Semillón que el tano Joaquín, su padre, la mandó a comprar, y celoso el hombre jamás lo dejó acercarse a la casa.
Será por eso que a las mujeres sencillas, como el Semillòn, de un dorado alegre, de muchas frutas y de apenas presencia en boca, muchachas de pocas pretensiones Sebastián les regaló siempre un poco más, desde ropa de marca hasta enseñarles a comer ostras, crudas, por supuesto, con apenas un chorrito de limón o una gota de tabasco.
De alguna manera, con cada una de ellas él quiso ser el que no pudo ser con Catalina, el hombre hecho y derecho que la hiciera mujer espléndida.
No hace falta ni siquiera ver la
botella, ni menos que menos leer la etiqueta, de lejos Sebastián supo
que la botella descorchada esta mañana era un Yorrontés de Calafate.
Los aromas de las flores y, sobre
todo, de los cerros le avisaron de la dulzura, casi empalagosa de este
milagro de valles altos y pequeños.
Y el grupo de niñas, hijas de amigos, que venían a venderle rifas para su viaje de egresadas eran el encuentro perfecto.
Las risas, los requiebros seductores
que reclamaban que comprara otra más, a cada una su rifa, fueron un
juego que despertó en Sebastiàn su propia juventud, cuando, qué duda, él
también era eterno y reirse de todo era una condición obvia.
Gastar dinero en creerle al destino
siempre fue su juego favorito, las niñas se fueron con sus uniformes que
apenas insinuaban, para qué más, su femineidad y Sebastián se quedó con
sus olores, sus risas y sus promesas de suerte.
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