No hay modestia, discreción ni menos que menos falta de fantasía cuando eligen sus zapatos.

Mirar sus rostros cuando una vidriera los ofrece es descubrir, por fin, de que trata la Iluminación.
Sus
miradas resplandecen con la humedad de lágrimas que se detienen, su
boca intenta, sin lograrlo que su lengua golosa se quede quieta y sus
dientes muerden sus labios tratando de acallar vaya a saber qué gritos.
Siempre
hay un zapato que es su perdición personal, decidir comprarlo no es
sólo un tema económico ni de que hagan juego con los vestidos, es mucho
más difícil.
Ese
zapato tiene, sin duda, la condición mágica, como los de la Cenicienta,
de reclamar ir al Baile del Palacio, a bailar con el Príncipe, si no a
qué ir.
A los hombres torpes, ingenuos, presuntuosos sólo nos queda, tratar de hacer como si, como si de verdad fuésemos Príncipes.
No
nos confundamos, ellas saben que no, pero, por sus zapatos, para que
ellos no se desilusionen, hacen, también, como si nos creyeran.
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